Hoy, lunes 4 de marzo de 2024, se cumplen dos años desde aquel día en el que estuve al borde de perder la vida en un accidente automovilístico. Me dirigía hacia mi lugar de trabajo y apenas había recorrido tres kilómetros. Confieso que manejaba a alta velocidad. El sol matutino me deslumbró, afectando de pronto mi visión, y colisioné con un vehículo de carga detenido en la autopista. Mi automóvil giró varias veces hasta detenerse al impactar con otro vehículo. Las bolsas de aire se activaron, mis lentes cayeron sobre mí y sentí un fuerte golpe del cinturón de seguridad en el pecho y los brazos. Durante unos minutos, no logré comprender lo que había sucedido.

Esta mañana, al despertar, recordé lo ocurrido aquel día y cómo los acontecimientos de esa mañana, mi estancia en el hospital y mi posterior recuperación afectaron mi vida. No solo la agenda de ese día, sino todas las actividades que tenía programadas para ese mes de marzo. A partir de entonces, mi perspectiva de la vida cambió radicalmente.

A menudo, el vertiginoso viaje de la existencia nos sumerge en la rutina diaria, haciéndonos olvidar la fragilidad de nuestra propia mortalidad. Pero ¿qué sucedería si viviéramos cada día como si fuera el último? ¿Cómo cambiaría nuestra perspectiva? Sin duda, exploraríamos el significado profundo de la vida y su valor inquebrantable.

A pesar de haber vivido más de tres décadas sobre esta tierra, a partir de aquel casi funesto pero bendecido día, inicié una profunda exploración del significado de la vida. Ahora despierto cada mañana con la conciencia de que este día podría ser mi último

He aprendido a apreciar la hermosura del amanecer, las gotas de lluvia, el aroma del café, la misteriosa neblina, la oscuridad de la noche, el olor de la tierra, la belleza de las flores, la magia del arcoíris, el azul en las nubes, el sabor del pan recién horneado y la sonrisa desbordante de un niño. También aprendí a deleitarme con el beso matutino de mi esposo, a disfrutar los berrinches de mis hijos y a atesorar el abrazo de mi papá. Besar su frente y recostar mi rostro sobre la cabeza de mi madre y oler su hermoso pelo, ya repleto de canas, se convirtió en un acto de amor cotidiano. Disfrutar la complicidad con mis hermanos cada día y sentirme dichosa cuando mis hijos me agarran un mechón de pelo o me acarician la oreja, como parte de sus manías para dormirseAprendí también a reducir la velocidad y disfrutar el momento.

La fugacidad de la vida se vuelve palpable cuando la enfrentamos con valentía. Cuando nos damos cuenta de que la vida es como una brisa fugaz, cada risa, cada lágrima y cada encuentro adquieren una intensidad deslumbrante. Ya no hay espacio para trivialidades; nos percatamos sinceramente de que solo existe el presente, el aquí y el ahora, pues todo lo demás es incierto.

En este efímero viaje de la vida, las relaciones humanas se convierten en tesoros invaluables. Aprendemos a valorar la llamada de un amigo, el abrazo de un hermano e incluso la sonrisa de un extraño. Entendemos con certeza que muchos merecen nuestro tiempo y nuestras palabras, pero también reconocemos que a otros les corresponde nuestra ausencia y silencio. El tiempo es un recurso no renovable, y solo cuando lo percibimos como finito, aprendemos a invertirlo sabiamente. La vida adquiere significado a través de los lazos que tejemos con otros.

Viviendo como si fuera el último día, la búsqueda de significado se vuelve apremiante. Por mi parte, he aprendido a valorar mucho más el propósito con el que Dios me trajo a esta tierra. No se trata solo de acumular riquezas o logros, sino de encontrar un propósito que trascienda nuestra propia existencia. Dejar huellas en este mundo y contribuir al bienestar de otros se convierte en mi misión.

La gratitud es un estilo de vida y es el faro que ilumina nuestro camino cuando valoramos cada día que vivimos. Apreciamos las pequeñas cosas. Cada respiración se convierte en un regalo divino, y la gratitud nos conecta con lo esencial, liberándonos de las cadenas de la insatisfacción.

Viviendo cada día como si fuera el último, aprendemos a despedirnos. Reconocemos cuándo debe darse un adiós definitivo o cuándo realmente debe ser un “hasta luego”. Cada despedida se convierte en un nuevo comienzo, una oportunidad para crecer, amar y aprender. Vivir como si fuera nuestro último día nos enseña a abrazar la incertidumbre con valentía, sabiendo que el Señor tiene el control de todo. Si aún no ha terminado con nosotros, nos quedan días, semanas, meses y años por seguir recorriendo esta hermosa aventura que es vivir. 

A pesar de los obstáculos, vivir es una maravillosa aventura que nos prepara para nuestra morada final: el cielo.

Hoy te invito, en primer lugar, a dar gracias conmigo, sencillamente porque aún estamos aquí. En segundo lugar, a reflexionar sobre el valor de la vida y las cosas maravillosas que Dios te ha entregado. No esperes a que la muerte toque a tu puerta para apreciar la belleza efímera de cada instante. Vive a plenitud, como si fuera tu último día y descubrirás que la vida es un regalo divino que merece ser disfrutado, celebrado y compartido.

 

"Porque yo sé los planes que tengo para ti, declara el Señor, planes de bienestar y no de calamidad, para darte un futuro y una esperanza." (Jeremías 29:11 NVI)

 

¡Feliz y bendecida semana!

 

Con cariño,

 

Nataly Paniagua