Sentada frente al espejo, recibo el regalo de mi hermoso reflejo. Me deleito en esos exóticos ojos color marrón, un poco nublados por el paso del tiempo. Desciendo la vista hasta mi redonda pero bella nariz, que tantos olores y fragancias me ha permitido percibir todos estos años. Para detenerme en la prominente, sonriente y genuina boca. Continúo desciendo la vista por todo mi cuerpo y hasta la planta de los pies y tengo que exclamar sin más: gracias, Padre, ¡por el arte que ha hecho en mí!

Las líneas de mi rostro cuentan mil historias, de risas, lágrimas, dolor, pérdidas y luchas. Las arrugas propias de las décadas son reflejo de los capítulos de mi historia. Cada cicatriz es un recordatorio de lo que he vivido, he sentido, he dado, he recibido y de lo que he transitado. Y mientras reflexiono sobre mi viaje, puedo entender que las raíces de mi ser se extienden profundamente en el pasado de la niña que fui. Y ahí la “Yo del presente” se toma el atrevimiento de irrumpir en el escenario de mi “Yo de ayer” y acercándome a ella, veo su mirada tímida pero hermosa y la saludo así:

“Hola, linda, ¿cómo estás?”

Mientras que la pequeña y delgada niña me mira sorprendida, y me responde de manera tímida:

“Muy bien, ¿y usted?”

Esa linda chica, de veras que me cae bien. Esa versión de mí es tan dulce, ingenua y temerosa, pero llena de esperanza. Me vi en esos momentos de incertidumbre, cuando las decisiones parecían montañas inalcanzables. También me vi en los momentos de alegría, cuando la vida me regaló pequeños tesoros: una sonrisa y una mano amiga, un atardecer dorado, un abrazo sincero y ese rico beso robado en aquel día otoñal.

El camino no fue siempre fácil. Hubo días en los que me sentí perdida en un bosque oscuro, sin brújula ni estrellas. Otras tantas veces, me encontré frente a esa pared del callejón, pensando que no había salida. Mucho tiempo en la soledad tuve que vivir. Muchas heridas tuve que recibir, e incontables lágrimas derramé. Muchas noches sin dormir, y creer que era el final de mi historia. Pero en la oscuridad y en la soledad, encontré la mayor luz de todas en las manos de mi Creador, así como también pequeñas luces: una palabra amable, un gesto de apoyo, una canción que me recordaba que no estaba sola. Esas luces me guiaron hacia adelante, me recordaron que siempre hay esperanza, incluso cuando parece que todo está perdido.

A mi pequeña pero grandiosa “Yo de ayer” hoy le digo: gracias… por cada paso que diste, incluso los que fueron torpes y equivocados. Porque cada uno de ellos me trajo hasta aquí, a este preciso instante. Gracias por lanzarte con fe al vacío a pesar del temor que sentías. Por creer aun cuando te traicionaron. Por abrir tu corazón después que lo golpearon. Por cada vez que te levantaste luego de haber caído. Por perdonar a los que te hicieron daño. Por sonreír en medio del dolor. Por obedecer el llamado de Dios. Por abandonar lo que tu corazón anhelaba y recibir la voluntad de Dios. Gracias por las lágrimas con las que regaste mis sueños y lavaste mi alma. Por las risas que me hicieron volar y me llenaron de luz. Por las heridas que me recordaron que soy humana.

Gracias bella niña por cada paso, por cada caída y cada resurgir…

No puedo evitar sonreír al pensar en las vueltas inesperadas que diste. Así como los desvíos que tomaste y que me llevaron a lugares que nunca imaginé. En cada giro, encontré lecciones, crecimiento y la certeza de que mi historia sigue escribiéndose. Porque en la travesía de la vida, las luces en la oscuridad nos guían hacia un destino que a menudo supera nuestros sueños más audaces. 

Si ahora camino firme, a pesar de las libritas de más, de las líneas de expresión en mi rostro, de las arrugas que se perciben y de las canas que imponentes se asoman, es porque lo estás haciendo muy bien. Así que, a ti, mi “Yo de ayer”, te digo: continúa tu viaje mi amada. No te detengas, levanta la cabeza, porque lo que viene es mucho mejor.

Y a ti, que hoy me acompañas en esta aventura de crecimiento, te invito a tomarte un respiro y encontrarte un momento maravilloso con tu “yo de ayer”. Esa personita que a veces quieres olvidar, pero a la que debes todo lo que eres hoy. En este día, agradécele por todo lo que hizo.

Yo por mi parte seguiré agradeciendo y abrazando cada momento, incluso los que aún no han llegado. Porque cada día es un regalo, cada encuentro es una oportunidad, y cada paso es una parte esencial de mi historia. ¡El viaje continúa, y nuestro destino final es el cielo!

 

¡Feliz y bendecida semana!

 

Con cariño,

 

Nataly Paniagua