Caminé hacia la pequeña habitación en la que dormíamos mis cuatro hermanos y yo. Procedí a agacharme debajo del primer nivel de la cama dúplex, donde dormían los más pequeños, pues a los mayores (yo incluida), nos tocaba dormir en el segundo nivel, cuidando de que los más pequeños no se cayeran desde allí. Recuerdo que me agaché, mientras el corazón me latía fuertemente, con gran temor de que mi madre me escuchara desde la habitación de al lado. Tomé el paquete que acababa de sacar de la nevera hacía un momento y lo envolví en una manta. Como un pirata guarda un tesoro, confiaba en que nadie más lo encontraría y que al día siguiente, cuando ya no hubiera nadie, volvería a buscarlo. Es que, en ese tiempo, fruto de la separación de mis padres, mis hermanos y yo, vivíamos solo con mi madre. Y yo consideraba necesario reservar esta provisión de sobras de la cena de esa noche para el día siguiente. Es que con cinco niños presentes, muchas veces había que compartir y no siempre yo quería hacerlo.

La aventura fue un éxito, pero con la inocencia propia de una niña de trece años, no medí los riesgos. Por lo que no me fue posible estimar que un visitante más pequeño, pero mucho más astuto, descubriría mi preciado tesoro y se lo llevaría consigo, dejando solo el rastro de migajas que testificaban con descaro su presencia. Creo que ahí empecé a aborrecer profundamente a los roedores.

La RAE define la "orfandad" como la condición o estado de huérfano. Siendo el huérfano la persona cuyos padres, o al menos uno de ellos, ha fallecido. Desde mi punto de vista, un huérfano no es solo aquel que ha perdido a sus padres por causa de muerte física, sino también aquel cuyos padres están vivos, pero ausentes. Al igual que aquellos que por alguna razón, han sido abandonados por sus padres.

Al reflexionar en este recuerdo de mi infancia, el Señor me guía a entender que, en muchas ocasiones, fruto de pérdida física de los padres, así como por situaciones y problemas familiares, los hijos pueden ser marcados por un espíritu de orfandad. El cual viene a quitarles la alegría, haciendo que no se sientan importantes, que se culpen por la ausencia de alguno de los padres, que pierdan la esperanza, así como la capacidad de expresar emociones. Los hace sentirse vacíos, y los lleva a sufrir alteraciones mentales, emocionales y espirituales. La necesidad y no contar con la provisión que el padre debe darle, les hace entender que deben guardar y acumular, haciéndolos mezquinos, pues la incertidumbre de si mañana habrá o no provisión los lleva a esto, tal cual hice yo con la comida aquel día.

Al recordar estos momentos vividos por mí y mis hermanos y de vivir las misericordias de Dios en mi vida durante todos estos años, y donde me ha traído hoy, solo puedo agradecer. Porque al recibir al Señor en mi vida, aquella hermosa noche de diciembre del año 2000, no solo recibí salvación para mi alma, sino que también recibí el “espíritu de adopción”. El cual anuló en mí todo sentimiento de orfandad y me hizo libre en Cristo. Libre para amar, para reír, para disfrutar y para entender que Dios es un padre fiel, que siempre está presente y que tiene un especial propósito con cada uno de sus hijos. Así como para cada día esforzarme en ser una buena y digna madre para mis hijos. La cual entiende la responsabilidad que tiene de amarlos, formarlos, guiarlos, apoyarlos, enseñarlos y ser parte activa y presente en sus vidas.

Mi oración para ti este día es que puedas reconocer que Dios es tu Padre, y que ha prometido estar contigo todos los días. Que puedas perdonar a ese padre y/o madre que te abandonó física o emocionalmente. Que puedas sanar de todas las marcas que el trabajo inadecuado de tus padres dejó en ti. Asegúrate de no transferir esas heridas a tus hijos y tus generaciones. Cree que puedes hacerlo bien, y de una manera única y especial que agrade a Dios.

Hoy te invito a levantar oración por tu hogar, tu matrimonio y tus hijos. A Renunciar a la orfandad en cualquier versión. A Declarar que somos parte de una generación sana, que no será dañada. Y a recordar que el cielo es el límite.

 

“Los hijos son una herencia del Señor, el fruto del vientre es una recompensa.” (Salmos 127:3 NVI)

¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos! El mundo no nos conoce, precisamente, porque no lo conoció a él. (1 Juan 3:1 NVI)

 

¡Feliz y bendecida semana!

 

Nataly Paniagua