Abrí los ojos una vez más, mientras las lágrimas descendían por mis mejillas. Allí me encontré, en la sala de emergencias de un hospital traumatológico en mi querida República Dominicana. Recostada en aquella antigua camilla observaba las luces del techo, esperando la llegada del médico que me examinaría. Su tarea: verificar mi estado de salud y evaluar si había sufrido algún trauma físico como consecuencia del accidente de tránsito que había tenido esa mañana.

Eran las primeras horas del viernes cuatro de marzo del año 2022. Me dirigía hacia mi lugar de trabajo y apenas había recorrido tres kilómetros. Confieso, manejaba a alta velocidad. El sol matutino me deslumbró, afectando de pronto mi visión, y colisioné con un vehículo de carga detenido en la autopista. Mi automóvil giró varias veces hasta detenerse al impactar con otro vehículo. Las bolsas de aire se activaron, mis lentes cayeron sobre mí y sentí un fuerte golpe del cinturón de seguridad en el pecho y los brazos. Durante unos minutos, no logré comprender lo que había sucedido.

Toda mi agenda laboral y las actividades programadas para ese día se desvanecieron ante mis ojos. Aun aturdida recuerdo que una ambulancia me trasladó al hospital más cercano, donde me sometieron a radiografías y diversos estudios. Tras horas de observación, el diagnóstico fue claro: sufría un leve "síndrome del latigazo". Esta conclusión sencilla, era una evidencia de que Dios aún no había terminado conmigo. El accidente, que resultó en la pérdida total del vehículo, me recordó con fuerza lo que no quería admitir hasta entonces: "debía reducir la velocidad".

Dolores de pecho y en el brazo izquierdo, así como ligeros rasguños en la cara, más diez días de licencia médica para recuperación y reposo en casa fueron suficientes para mí. Era como un fuerte grito de un mensaje que no quería escuchar hasta entonces. Este fue un claro mensaje de parte de Dios. Necesitaba disminuir la intensidad con la que iba, no solo al volante en el vehículo, sino también en la carrera de mi vida. Escuché a Dios de manera clara y audible decirme: "Un día a la vez".

Recordando este proceso que viví hace ya veinte meses y reflexionando en todo lo que por Su gracia he recorrido posterior a ese momento, entiendo que en ocasiones somos obligados a frenar y detenernos de golpe. Son momentos en los cuales reconocemos que cada día es un regalo único y especial, que trae veinticuatro horas disponibles para vivir, pero que por más que queremos no le podremos añadir ni un segundo más. Sencillamente debemos vivir un día a la vez, y cada uno de ellos trae su propio afán.

Lo urgente, rápido, o lograr algo en versión microondas, es, desde mi criterio, un mal que nos afecta en esta época. Esperar e ir más lentamente en el camino de la vida se nos tornará más difícil a muchos en el deseo de tener y lograr cosas. Ya no queremos esperar, ni ceder el paso, mucho menos detenernos para ayudar a alguien. En medio de esta rapidez, nos perdemos de los pequeños detalles, de tiempo de calidad con la pareja, del crecimiento de los hijos, de disfrutar el resultado de trabajos realizados, de escuchar sinceramente a los demás cuando conversamos, de reír y gozar aquellas cosas realmente importantes, y hasta nos enfermamos.

Ese día, a pesar de todo lo que había planeado hacer, antes de las nueve de la mañana me encontré en la cama de un hospital. Mi vida corrió grave peligro. Mis hijos se habrían quedado huérfanos, mi esposo viudo, mis padres habrían tenido que sufrir nuevamente la pérdida de un hijo y de seguro no estarías leyendo mi blog en esta hermosa mañana. Todo esto como resultado de la velocidad con la que conducía, y que a partir de ese momento se reduce intencionalmente. Aun sigo trabajando en ello, cerrando, soltando y dejando ir.

Hoy te invito a reducir la velocidad. A que seamos gestores efectivos de cada día que recibimos por gracia. Tomemos decisiones sabias y seamos buenos administradores de nuestro tiempo, reconociendo que es solo un día a la vez. Vivamos al máximo, en fe, sin perder el entusiasmo. Riamos, amemos, sirvamos, demos y vaciémonos para llenarnos nuevamente. Seamos empáticos con todos, pero especialmente con nosotros mismos. Amémonos. Cuidemos nuestros cuerpos físicos y espirituales, sabiendo que somos frágiles, aunque poderosos en Dios. Seamos productivos en todo, sin dejar de respirar, dormir y descansar lo requerido. Amemos a otros, abracemos, seamos agradecidos y bondadosos. Prioricemos y demos tiempo de calidad a lo que realmente merece. Disfrutemos y vivamos cada día, pues esta vida es solo un rato,  y recordemos siempre que nuestro límite es el cielo.

"Miren a las aves del cielo, ellas no siembran ni cosechan ni tampoco guardan nada en graneros. Sin embargo, su Padre que está en el cielo les da alimento. ¿No valen ustedes mucho más que ellas? ¿Quién de ustedes, por más? ? ¿Qué se preocupa, va a añadir una hora a su vida?" (Mateo 6:26-27 PDT)

¡Feliz y bendecida semana!

 

Nataly Paniagua