La hoja descendía suavemente, desprendiéndose de la rama que la había abrazado con ternura. La separación es difícil. Cada milésima de segundo en su vuelo, la expectación danza en el aire, mientras el suelo la aguarda con los brazos abiertos, listo para recibirla en su cálido lecho. Allí se reunirá con otras compañeras, juntas descubrirán la esencia del proceso de cada primavera vivida y de cada verdor disfrutado. Ha llegado el momento del marrón y la sequedad, pero en su interior una profunda satisfacción la embarga, pues cada primavera y verano vividos han valido la pena. El otoño con su fría y melancólica brisa es inevitable. Mientras la danza del descenso la envuelve, se deja llevar por el ciclo de la vida, abrazando la belleza de la transformación.

Con el inicio del equinoccio de otoño, reflexionamos sobre cómo, al igual que en la naturaleza, el ciclo de la vida es ineludible. Cada etapa trae consigo días y temperaturas diferentes, desatando cambios que son parte de nuestro crecimiento personal. Cada temporada tiene su propio color: hay momentos verdes y luminosos, pero también épocas de tonos amarillos, naranjas y marrones. La caída de las hojas en la naturaleza marca el final de un ciclo, pero no es realmente un final, pues cada hoja que cae al suelo aporta nutrientes, preparando el terreno para el renacer de nuevas primaveras.

En esta aventura que es la vida, enfrentamos momentos de separación, pérdida, dolor y transformación. A lo largo de nuestra existencia, experimentamos ciclos de crecimiento y declive, de victorias y fracasos. Habrá épocas en las que debemos caer y soltar aquello que ya no nos sirve: relaciones, trabajos, o incluso hábitos y creencias. El otoño nos enseña que el cambio, aunque a veces doloroso, es esencial para nuestro crecimiento personal. Es un momento de reflexión en el que podemos evaluar nuestras experiencias pasadas y aprender de ellas. Así como las hojas nutren el suelo, nuestras vivencias, sean positivas o negativas, enriquecen nuestro ser y nos preparan para nuevas etapas.

Al aceptar el otoño de nuestra vida, encontramos la oportunidad de prepararnos para el renacer de la primavera. Cada caída nos acerca a un nuevo comienzo, a una renovación que nos invita a florecer una vez más. En este sentido, el otoño se convierte en un símbolo de resiliencia y de la belleza que hay en cada etapa de nuestro viaje.

Cada hoja que cae nos inspira a renacer, a crear, a producir, a amar y a vivir. Podemos apreciar esta época especial en nuestras vidas junto a amigos y familiares, compartiendo nuestro gozo. Cuando llegue el otoño de nuestra vida, cuando las canas y las arrugas marquen nuestro rostro, podremos disfrutar de lo que hemos sembrado y de cada huella que dejamos en nuestro caminar.

Hoy te invito a que, en el otoño de nuestra vida, nos demos tiempo para reflexionar, para nutrirnos con las experiencias y para compartir con aquellos que amamos. Celebremos nuestros logros, aprendamos de los fracasos y, sobre todo, abracemos cada etapa de nuestro viaje. Recordemos que en cada final hay un nuevo comienzo esperando ser descubierto. Aprovechemos este tiempo para prepararnos para nuestra próxima primavera. ¡Florece!

Es momento de aceptar nuestras limitaciones y vulnerabilidades, soltando el afán de ir y venir y aprendiendo a disfrutar del aquí y ahora. Con la paz que sobrepasa todo entendiendo, confiamos en que cada ciclo cerrado es la antesala de un nuevo amanecer. El invierno se acerca, pero no nos aterra; respiramos confiados y sin temor, en este viaje de la vida, mientras esperamos nuestro destino final: el Cielo.

 

«Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora: tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado».

 (Eclesiástes 3:1-2 RVR1960)

 

¡Feliz y bendecida semana!

 

Con cariño,

 

Nataly Paniagua